Por Sat Dharam Kaur ND
Una de las preguntas que podría hacerle a un cliente en una sesión de Compassionate Inquiry es, “¿Quién está hablando en este momento?” o “¿quién crees que eres en este momento?”. Podría aplicar las mismas preguntas conmigo misma cuando estoy en el rol de terapeuta: ¿Quién está hablando con el cliente? ¿Quién creo que soy en este momento? ¿Soy una profesora, una rescatista, una consejera, una animadora, una persona que analiza, explica, interroga, arregla? ¿Soy una coach, una guía, alguien que ayuda o alguien que simplemente está presente con el cliente durante su proceso? ¿Estoy respondiendo a las señales verbales y no verbales que me provee? ¿Estoy abierta a lo que pueda pasar?
Solemos equiparar el rol de un practicante de Compassionate Inquiry con el de un espejo: nuestra tarea es reflejar de vuelta al cliente lo que nos revela verbalmente y a través de su lenguaje corporal para que pueda verse, escucharse y experimentarse directamente, no según lo que pretende ser, sino según lo que es. Nuestro reflejo e indagación apoyan al cliente para que pueda expresar lo que es real para él o ella a nivel somático, emocional y experiencial.
Compassionate Inquiry es una terapia relacional; la sanación y la transformación son posibles para el cliente y el practicante en un contenedor terapéutico relacional. Es un espejo de dos caras. Sin duda, la situación del cliente de alguna forma se asemeja a la mía, y las ideas y el crecimiento surgen en mí cuando trabajo con mis clientes. La relación entre mi cliente y yo es como una danza: el cliente lidera, yo respondo, y este intercambio establece la coreografía de la sesión.
Como en toda relación, hasta cierto grado nos recreamos unos a otros a través del intercambio. La forma en que yo respondo a mi cliente puede o no facilitar la apertura, la sanación, la claridad, la expresión y la comprensión. Por ende, algunas preguntas importantes que debo hacerme en todo momento son: ¿Cómo me presento en este momento? ¿Quién soy con esta persona? ¿Cuáles son mis gatillos y mis juicios, si es que los tengo? ¿Inconscientemente necesito algo de mi cliente –estoy utilizándolo– para satisfacer alguna necesidad propia?
La pregunta “¿Quién soy?” la han hecho teólogos, filósofos, maestros espirituales, psicólogos, escritores, neurocientíficos, sociólogos y físicos. Es una pregunta que surge en mí en momentos de transición, cuando hay cambios en mi mundo externo o interno, y cuando hay un cambio de roles. En estas intersecciones, decido conscientemente dónde pongo mi tiempo y energía, cómo elijo estar en mi vida. La respuesta de cada persona dependerá de nuestra familia, nuestro contexto religioso y cultural, nuestra formación, experiencias, apegos, edad y perspectiva.
El diccionario Merrier-Webster define la identidad como “el carácter distintivo o personalidad de un individuo.” Otras definiciones incluyen: “el nombre de una persona y otros hechos sobre quién es”; “el hecho de ser o sentir, que es un tipo de persona en particular, una organización, etc.”; “las cualidades de una persona u organización, etc. diferente a los demás”; “la condición de ser uno mismo o de ser en sí mismo y no otro”; e “identidad es las cualidades, creencias, rasgos de personalidad, apariencia y/o expresiones que caracterizan a una persona o grupo.” A medida que leo estas definiciones, ninguna encaja del todo con mi comprensión de quién soy.
Sé que tengo un nombre, una personalidad, una edad, creencias, valores, una apariencia y un cuerpo. Sin embargo, ninguno de estos atributos dice algo sobre el núcleo de lo que soy. En su lugar, describen cómo me presento al mundo o cómo me perciben otras personas. Mi experiencia de quién soy se acerca más a la palabra “conciencia”. La conciencia se refiere a mi habilidad para estar presente, atenta, capaz de discernir y de elegir a qué pensamientos o creencias me alineo, qué quiero decir y cómo quiero actuar. La conciencia me permite notar mis sensaciones corporales, emociones, creencias e historias en mi mente, para luego decidir con cuáles me identifico, sobre cuáles actúo y cuáles ignoro.
En cualquier momento puedo actuar con conciencia o ser inconsciente. Cuando no estoy consciente, la presencia, la atención y mi capacidad de discernir están ausentes y actúo desde la ignorancia, las compulsiones, los juicios y las creencias inconscientes; desde las necesidades insatisfechas, mecanismos de defensa, estrategias de supervivencia o el hábito. Cuando estoy consciente, puedo utilizar mis rasgos de personalidad; puedo prestar atención a mi cuerpo; soy capaz de elegir los valores que rigen mi vida; puedo alinearme o cuestionar ciertos pensamientos y creencias; puedo expresar mi autenticidad y cumplir ciertos roles, reconociendo que no soy ninguno de ellos. Como un ser consciente, puedo reconocer mi ignorancia; estar abierta y ser curiosa; traer conciencia a mis impulsos y juicios inconscientes y reconocer el daño que causan a otros y a mí misma. Reconozco el impacto que tengo en los demás cuando asumo ciertos roles. Cuando estoy consciente, puedo ser humilde, puedo aceptar, y ser atenta y compasiva.
Puede que la manifestación externa del cuerpo, la personalidad, las creencias, los pensamientos y los valores cambie con el tiempo, pero la conciencia de uno mismo no cambia nunca, siempre está presente y no se aferra a nada. Es un ancla mucho más fuerte y acertada para mi identidad que el cuerpo, la mente, la personalidad o los roles que asumo.
A pesar de darnos cuenta de esto, vivimos en un mundo regido por nombres y formas, donde es común identificarnos con cualidades, creencias, rasgos de personalidad, color de piel, etnia, género, preferencia sexual, roles familiares, religión, cultura, partidos políticos y muchas más expresiones corporales externas de estatus socioeconómico, ubicación geográfica, nacionalidad, edad, capacidad física, carrera y corporalidad. Interpretamos el mundo a través de los sentidos, en especial de la vista. Nuestras mentes encuentran el sentido de las cosas mediante las etiquetas, la comparación, los juicios y las suposiciones. Es el proceso de la mente que crea división y separación, opiniones o creencias de que está en lo correcto: “Si yo estoy en lo correcto, entonces el otro está equivocado”. Tratamos de estrechar nuestra visión de quiénes somos y nos limitamos cuando nos identificamos con cualquiera de las categorías anteriores. Puede que concretemos una identidad y nos encerremos en una posición de defensa o en tratar de cumplir con un rol.
Por otro lado, la identificación con el género, la preferencia sexual, la carrera, la etnia, etc., les da a la mente y al ego una estructura de seguridad de saber que encajamos, y ofrece una sensación de pertenencia y apego. Las familias y sociedades están organizadas por categorías. En muchas culturas, el hijo mayor o el hijo hombre recibe una consideración distinta a la que recibe el hijo menor o una hija mujer. Cuando nos alineamos a una categoría específica, creamos vínculos con otras personas dentro de esa categoría y, a menudo, nos unimos con esas personas para mejorar nuestras vidas o las vidas de otros. Añoramos la seguridad que sentimos cuando pertenecemos, aun si esa pertenencia resulta en crítica, persecución, opresión o en muerte por parte de quienes se alinean con otra categoría o sistema de creencias, como en el caso de la religión o la política.
En algunos casos, este proceso ha llevado a experimentar más libertad, igualdad y aceptación mediante movimientos que defienden los derechos de las mujeres, las personas homosexuales, los derechos laborales, el movimiento Yo también (Me Too) y Black Lives Matter. Los grupos, movimientos y revoluciones son necesarios para crear una voz potente que genera cambios sociales y derroca paradigmas y estructuras obsoletas y opresivas.
Si no nos identificamos por categorías, es difícil imaginar cómo se mantendría un orden en las familias, comunidades y en la sociedad humana. ¿Cómo podría un sistema político prevenir la corrupción si solo existe un partido? ¿Cómo avanzaría la ciencia si no existen teorías sobre lo que aún es desconocido?
La desventaja de esto es que cuando nos identificamos con una categoría, creamos un “otro” para una categoría distinta a la nuestra. Creamos internos y externos –quienes pertenecen a nuestra categoría y quienes no–. Vemos diferencias en lugar de ver puntos en común, lo cual puede llevarnos al miedo, la enemistad, la violencia, la injusticia y la guerra.
¿Es posible aceptar las diferencias sin generar un “otro”? ¿Es posible respetar la libertad de expresión y opinión, y la igualdad de derechos de las personas sin creer que están equivocadas? Yo creo que es posible, pero implica que veamos a otros a través del lente de la compasión, aceptación, humildad, curiosidad e igualdad. También significa que estamos dispuestos a reconocer los privilegios que tenemos y que oprimen a otros, y entender que es nuestra responsabilidad personal y colectiva reducir la opresión y trabajar para brindar igualdad de oportunidades a personas marginalizadas o a quienes están en una categoría distinta a la nuestra.
Esto me lleva de regreso a la pregunta: “¿Quién soy con mi cliente?”. Llego a la respuesta de que soy conciencia sin identidad fija, y también soy condicionamiento, percepciones, aprendizaje, fisicalidad, sensaciones, emociones, una suma de mis experiencias subjetivas. Las sesiones van bien cuando soy consciente de cómo ambas perspectivas son parte de mí y de mi cliente, cuando puedo reconocerlo y fluir con eso.
Me gustaría saber cómo responderías a la pregunta: “¿Quién eres como terapeuta?”.